El 3 de marzo de 1924 el presidente de la nueva nación sepultaba el viejo Imperio Otomano. Mustafá Kemal Ataturk no estaba preocupado por combatir a la religión, sino por salvar a Turquía. El suyo fue el modelo de una modernización que anhelaba despojar de poder a las instituciones islámicas y, tal vez por eso, la inquina suscitada hasta hoy ha sido tan intensa como si fuera el peor de los enemigos tradicionales, infieles y apóstatas.